No fue fácil la primera visita al proyecto de Manos Unidas en la región de Kapiri, en Malawi. Ver un hospital rural en aquella zona, en medio de la noche, no es algo a lo que estemos acostumbrados, y no se olvida fácilmente. Con aquel olor metido hasta lo más profundo de nuestros huesos, nos encaminamos hacia la siguiente misión: St. Mary’s Rehabilitation Centre, en Chezi.
Rodeado de un mercado en el que los gritos de los vendedores, el olor a comida y las mujeres vendiendo ropa ejemplifican el día a día de los 22.000 habitantes de la zona, se encuentra el orfanato que las Misioneras de María Mediadora gestionan desde 1993. Cruzar el umbral de la puerta que separa el Centro del mercado es pasar del ruido a la calma, de la tempestad a la tormenta.
¡Hola! ¿Cómo te llamas? Nos recibe Mateo, un pequeño gran hombrecito, de tan sólo 6 años, negro como el carbón, que en un perfecto español, hace de anfitrión. ¡Kusekera! –que en chichewa significa sonríe-, le pido. Pero él, serio y muy recto, me coge de la mano y me lleva hasta la puerta de la casa de las Misioneras. ¡Entra! Me sugiere. Y yo, obedezco sin remilgos, cualquiera le dice que no. Allí nos estaban esperando las seis mujeres más fuertes, persistentes, sonrientes y capaces que he conocido. Cuatro mujeres hindúes, capitaneadas por las extremeñas Mª Victoria y Perfilia, son los brazos, las manos, las piernas y el corazón de la misión y su programa estrella, “Rainbow”, gracias al cual, 120 niños huérfanos malawianos viven en la casa y son cuidados como si de su propia familia se tratase.
La Hermana Mª Victoria Cobos es el alma de aquel lugar. Con el pelo corto y cano, símbolo de aquellas luchadoras que llevan años de duro trabajo sobre sus espaldas, y ropa cómoda y discreta, Mª Victoria se enfunda el chaleco de Manos Unidas color crema como agradecimiento a la ONG que tanto ha ayudado a esta misión. Nerviosa, habla muy rápido, como las buenas extremeñas, que llevando más de 20 años fuera de su casa, no pierde ni el acento. Me recuerda tanto a mi madre… Nunca olvidaré cómo abrazaba a cada uno de esos niños, con su pícara sonrisa, toda una vida dedicada a los huérfanos de Malawi. Desde un pequeño pueblo de Extremadura, hasta el mundo entero.
Detrás de ella, con paso firme y decidido, fuimos a visitar lo que se conoce como el Disneyland malawiano, un lugar ideal dentro de la muerte que los rodea. Allí los niños, alegres, sanos, corretean entre las casas, construidas para que tengan un techo bajo el que cobijarse. Cada 20 niños aproximadamente, hay una casa cuidada por una madre de alquiler, que se encarga de educarles, de estar atenta de cada uno de sus hijos. Los más pequeños -ya que en la misión hay niños desde los 0 hasta los 14 años-, van a la guardería dentro del recinto. Es a partir de los 6 años cuando van a la Escuela San Matías, a pocos metros del Centro.
Además de los 120 niños que viven en St. Mary, casi un millar de niños huérfanos que viven con sus familias son supervisados por las Hermanas. Ellos van cada fin de semana a la casa y durante el resto de días, ellas son las que se encargan de que la familia les provea de lo necesario para vivir: comida, educación, vestido...
De la mano de Mª Victoria, los pequeños van hasta el comedor: “Llevo 20 años aquí y quiero a esta gente con locura”, asegura. Se nota, desde luego. Mª Victoria coge en brazos a Mariano –todos los niños tienen nombres españoles, para facilitar que ellas se lo aprendan-, y lo mira con tanto amor que parece que de su madre se tratara. Amor de aquella que sabe que su misión es cuidar de todos y cada uno de aquellos bombones. Es una vocación que viene de atrás. La Hermana reconoce que, desde niña, quiso vivir en África: “Tenía predilección por este continente”. Malawi le ha aportado alegría y muchísima felicidad, “más de lo que yo he podido darles”. Lo que más le impacta de los malawianos es que no tienen nada y están siempre alegres y contentos, “como libres”, explica.
De la mano de Mª Victoria, los pequeños van hasta el comedor: “Llevo 20 años aquí y quiero a esta gente con locura”, asegura. Se nota, desde luego. Mª Victoria coge en brazos a Mariano –todos los niños tienen nombres españoles, para facilitar que ellas se lo aprendan-, y lo mira con tanto amor que parece que de su madre se tratara. Amor de aquella que sabe que su misión es cuidar de todos y cada uno de aquellos bombones. Es una vocación que viene de atrás. La Hermana reconoce que, desde niña, quiso vivir en África: “Tenía predilección por este continente”. Malawi le ha aportado alegría y muchísima felicidad, “más de lo que yo he podido darles”. Lo que más le impacta de los malawianos es que no tienen nada y están siempre alegres y contentos, “como libres”, explica.
Y aquí no acaba el periplo por la Misión: se completa con un dispensario de 24 camas, que atiende consultas externas y al que va toda la gente de alrededor por la posibilidad de adquirir medicinas y con la asistencia a 230 ancianos que, una vez al mes, van a St. Mary.
Tras un día agotador, la cena común a base de aguacate de la huerta nos sabe a gloria. Resulta que mi padre y Mª Victoria tienen raíces comunes y comienzan a aflorar las historias de juventud en torno a un café caliente. La Hermana ríe, ríe con esa risa sana de quien se sabe amada y con un sentido en la vida. No necesita nada más ni nada menos.
Cristina Sánchez (Publicado en el libro 50 historias de Solidaridad, de Manos Unidas)
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